¡Sea para siempre la gloria del Señor! ¡Alégrese el Señor en sus obras! Él mira a la tierra, y ella tiembla; toca los montes, y humean. Al Señor cantaré mientras yo viva; cantaré alabanzas a mi Dios mientras yo exista. Séale agradable mi meditación; yo me alegraré en el Señor. (Salmos 104:31-34)
Dios se regocija en la obra de la creación porque ella nos señala, más allá de sí misma, a Dios mismo.
Dios quiere que nos maravillemos y nos asombremos por su obra de la creación, pero no por la creación en sí. Él quiere que miremos su creación y digamos: «Si la mera obra de sus dedos (¡solo de sus dedos!, como lo expresa Salmos 8:3) está tan llena de sabiduría y poder y grandeza y majestad y belleza, ¡cuánto más maravilloso ha de ser Dios mismo!».
Estas cosas no son mas que la parte posterior de su gloria, por así decirlo, vista oscuramente a través de un vidrio. ¡Cuán increíble ha de ser contemplar al Creador mismo! ¡No sus obras! Mil millones de galaxias no pueden satisfacer el alma humana. Dios y solamente Dios es lo que satisface el alma.
Jonathan Edwards lo expresó de la siguiente manera:
El deleite en Dios es la única forma de felicidad que realmente puede satisfacer el alma. Ir al cielo, disfrutar a Dios plenamente, es infinitamente mejor que las más placenteras comodidades en este mundo… [Estas] no son sino sombras; Dios es la sustancia. Estas no son sino débiles rayos de luz, mas Dios es el sol. No son más que arroyos; Dios es el océano.
Es por eso que Salmos 104:31-34 concluye de ese modo, con un énfasis en Dios mismo. Al final, no serán ni los mares, ni las montañas, ni los cañones, ni las arañas de agua, ni las nubes, ni las grandes galaxias lo que inundará de asombro nuestro corazón y lo que llenará nuestra boca de alabanza eterna. Será Dios mismo.
Devocional tomado del libro “Los Deleites de Dios», páginas 94-95